Uno se da,
cuando puede,
porque quiere,
porque cree que quiere.
Y cuando uno se entrega,
da incluso lo que no tiene,
porque de tanto dar uno no guarda
y uno no deja que nada nunca llegue.
Y así uno sigue dando lo que no es de uno.
¿Por qué?
Porque sino quién es uno.
Uno es el que entrega,
el que da con las manos vacías
porque nunca han estado llenas.
El que por dar recibe y sólo ahí: encuentra.
Porque cuando uno da,
cree que será así,
solo así, que a uno lo vean.
Pero quién es uno,
cuando dar se le niega.
Uno no es nadie,
porque ya nada queda.
Porque uno aprendió
que uno no se piensa,
no se siente, no existe:
uno se entrega, siempre se entrega.
Entonces uno no es de uno,
porque uno no existe si el otro
no lo deja, no lo desea.
Pero un día, cuando el rechazo llega,
uno se da cuenta
que de lo que daba ya nada queda.
Por lo menos, no para uno,
de uno, nada queda.
Qué puede hacer uno
cuando súbitamente se entera,
que uno no sabe hacerse cargo ni de uno.
Que uno no aprendió a contenerse,
a resguardarse, a acumularse.
Porque uno se entrega,
al otro, si es que hay otro, sino a quien sea.
Y es que a uno no le enseñaron a ser de uno.
Si la vida es lo suficientemente ingrata,
uno lo aprende y entre experiencias lo entiende.
Aunque en el fondo,
uno será siempre uno,
una bandeja de barro,
tendida al sol,
que se nutre de las pocas gotas
que caen de las manos de arena.
Las mismas a las que uno se entrega,
de una a otra,
hasta que el silencio llega.
Si acaso uno supiera,
si acaso uno entendiera,
si acaso uno no fuera,
si acaso el dos no siguiera.
Entonces, y solo entonces, uno sabría,
que uno antes de ser de uno,
es un todo que no le pertenece a ninguno.
Uno no es de uno,
uno es uno.
Me gusta esto:
Me gusta Cargando...