Polvo

Amanece y hay polvo

donde dormías, amor.


Basta mirar por la ventana

para sentir como la herida reencarna.


Tiento la hebra y ya no está caliente,

aunque el humo emana.


Huelo a tu ausencia

como las piedras

conservan el rastro del cultivo primitivo

al que regresas, ahora que te marchas.


Amor, qué pasará mañana.


¿Tendrá misericordia el polvo

y se tragará tus huellas,

tus últimos pasos, mis lágrimas?


¿Esas son tus pisadas o eran las mías?


¿Extrañarás tus mañanas?

Aquí ya sobran, no hay tramas.


Amor, la noche me abarca.


La encuentro en el café

abandonado que se enfría

en una esquina de la infinita mesa

en la que disecciono mi alma.


Amor, hay polvo,

donde antes soñabas.

Hablarle al miedo

Es entender el idioma de los dientes,

de los músculos rígidos e inmóviles,

de los huesos que duelen

si por accidente se mueven.


Es arrebatarle tiempo a la vida.

Sentirse vulnerable, indefenso, impotente.


Sentir que cada poro está a merced de lo que ocurra,

como pase, cuando llegue.

¡Que ya llegue!


Hablarle al miedo 

es susurrarse palabras de aliento:

– Todo estará bien.

– Mejorará pronto, lo prometo.

Y descubrir mientras las dices 

que no son nada, sólo viento.


Es querer abandonar, no un lugar,

sino el cuerpo.

Éste no alcanza, no basta,

tanta oscuridad no cabe adentro.


Para hablarle al miedo hay que pertenecerle al silencio.

No hay latidos, ni pensamientos.

Paralizado y desvalido,

permanece uno sintiendo que todo se desgarra dentro.


El miedo, el verdadero miedo,

no cabe en conversaciones vanas.

No son las alturas, ni las ratas.


Es estar aquí, sentir esto y 

no saber si habrá un mañana.


Hablarle al miedo

es mantener una conversación pendiente,

siempre abierta.


Es olvidarse de uno,

de recordar que me pertenezco.

También soy esto y así me quiero.

También soy esto y me amo por ello.


Tanto, que me aferraré a este cuerpo,

atravesaré la noche,

moriré mil veces y

amaneceré de nuevo.

Me amanecieron los ojos con tu recuerdo

Justo antes de inundarme de sol,

despegué los párpados y estaba ciego.

 

Tú, estabas adentro.

 

Para recuperarme,

cerré los ojos,

pero me venció el miedo. 

 

Lo ocupabas todo,

incluso lo nuevo.

 

Fue mi culpa,

cedí sin saberlo.

 

Te regalé segundos de inconsciente,

consecuencia de mis profundos desvelos.

 

Tuviste entonces el tiempo suficiente

para plantarte en el no futuro,

cerquita del remordimiento.

 

Al encontrarte ahí,

me castigó la culpa

y me condenó al silencio.

 

Me enredé las pestañas

y te construí un universo.

 

Un lugar oscuro, pero nuestro.

En donde nos encontramos desconocidos,

con pretextos nuevos.

 

Un infinito de falso cielo

en el que me oculto cuando escasea el sueño.

 

Me amanecieron los ojos,

pero se me durmió el tiempo.

Uno se rompe…

Así. De pronto,

uno se ve las esquinas

y las descubre rotas.

 

Las lágrimas

son fisuras,

no gotas.

 

Entre los dientes

se remuerden las espinas,

que se encajan,

que nos derrotan.

 

Respirar,

¿cuánto?,

¿cómo?

 

Cuando uno se rompe,

no hay espacio, ni tiempo.

 

Hay, en todo caso,

una grieta viva,

que nos mira y se conmueve,

que nos inunda en dolor,

que -irónicamente- nos devuelve a la vida.

Sin él….

Qué soy sin él.

 

No soy padre, ni hermano, 

no soy hijo, ni esposo, 

ni siquiera me llamaría un ser humano.

 

Soy… 

su ausencia, 

su espacio ancho. 

 

Su camisa guardada,

su zapato recién boleado. 

Soy su almohada fría, 

el hueco eterno en este abrazo.

 

Este abrazo que se rodea solo, 

porque nada le queda, 

nada que pueda ser nombrado.

 

Sin él, 

soy un silencio negro, 

una pausa, 

un punto flotando. 

 

Soy… 

soy tantas cosas que nunca seré: 

pero por desgracia, 

aún no soy pasado.

 

Soy sin él. 

Soy por él. 

Soy todo lo que él ya no es,

 

Mañana me espera un ayer largo,

mañana no encenderé las luces del cuarto…

Cuando uno decide irse, debe saber lo que significa.

Al hacer la maleta,

uno debe olvidarse de las distancias cortas,

del mensaje indiscreto a deshoras,

de pedir un favor seguro de ser resuelto,

del radiante olor que deja un “te quiero” al amanecer.

Al tiempo de guardar las camisas,

uno debe prever que los botones incompletos seguirán así unos meses

y que las arrugas se irán cuando sincronicen con el nuevo tiempo.

Los calcetines estarán desiguales y rotos,

el clóset  ganará la mitad en ausencia,

y en un espacio cenará enmudecida la tristeza que te invade.

Los retratos descansarán en el abismo de los recuerdos,

salvándose sólo algunos, los menos.

Habrá en los pantalones notas varias,

manchas firmes de vino y de cuello que permanecerán tatuadas

aún cuando los botones estén abiertos.

Los libros contarán de pronto una historia distinta,

las palabras combinarán lo escrito con lo vivido,

la tinta será densa en las dedicatorias,

con sonoros ecos, hoy ajenos, de murmullos, risas y  llanto.

Al cerrar el equipaje, como la puerta,

uno sin saberlo se despide del crujir de la madera,

del abrazo nocturno,

de saber que alguien lo espera.

Cuando uno decide irse, debe tener en cuenta,

que carga más de lo poco que se lleva,

y que echará de menos todo lo que se queda…

Si regresas…

Hay palabras que se tatúan en la garganta,
palabras tibias que no se dicen:
se cantan…

Palabras de humo que siempre nos acompañan.

No dije adiós, no tenía ganas.

Si no quise despedirme,
fue porque ya nada quedaba.

Entrar ahí -aquí- requirió agallas.
Más de las que tenían y seguro más de las que creía necesitaba.

Salir fue atravesar una puerta que ya estaba cerrada.

Sellar un recuerdo de silencio, de calma.

Si no dije adiós fue porque entre nosotros no habrá mañana,
hubo un final, de esos que se deshojan al alba.

Te quiero, te quise, pero no te querré.

Porque si regresas,
y regresas,
no habrá recuerdo,
sino olvido.
Volver, ¿para qué?…

Caer…

Te vi caer boca arriba,

los brazos abiertos,

abrazando la vida al tiempo que te despedías…

 

El mar en calma, la mirada perdida

¿qué te llevaste impreso en las pupilas?,

algún recuerdo, el azul profundo,

tú último sueño…

 

No tuve el valor de investigarlo,

no pude volver a verte,

no en la arena, no en la casa…

 

No ayer y por supuesto,

no mañana…

 

A veces, no pocas veces, me arrepiento.

Porque en tus ojos es el único lugar en que me encuentro.

 

Lo sé, porque aún los veo.

 

Cada mañana,

frente al muro blanco de la recámara

se dibuja una playa…

 

Cada mañana yo le digo te amo

y él me devuelve un suspiro que me sabe a beso…

 

¿A qué sabe el engaño?…

Amargo, si se bebe de otras manos.
A sangre, si resulta de morderse los labios.
Como sea, siempre es crudo y visceral.

Tóxico con salud,
Adictivo en enfermedad.

Digerirlo requiere mucho sueño
A falta de olvido,
se recomienda soledad.

De esa que se acompaña de uno mismo.
Vacía de estómago,
de orgullo, de verdad.

¿A qué sabe el engaño?
Sabe a nosotros:
sedientos de mar…

Piensa en mi…

Tu partida se instaló en la parte ajena de mi colchón,

a milímetros de mi pierna derecha

hay un vacío que ejerce succión.

 

Si acaso me descuido y

durante un momento me quedo dormido,

amanezco sin dedos, la otra noche sin brazos,

hoy sospecho que sin corazón.

 

No me quejo, aquí ya para nada servía,

quizá y allá a algún estómago mantenga con vida.

 

Me han dicho que sabe bien encebollado, como el hígado,

aunque según sé la melancolía lo prefiere crudo y desvenado.

 

A decir verdad, me parece justo que se lo coman,

que sea alimento de solitarias y  moscas.

Porque tanta vida en este cuerpo no cabe,

no le va, a nada sabe.

 

Ya sé que contigo no me alcanza para el “te extraño”

pero si acaso puedes, en el tiempo perdido:

piensa en mi.

 

Porque a mí, sin ti,

sólo me queda sobrevivir dos olvidos:

el tuyo y el mío…